No le negué conocerlo, no porque me haya atraído desde el principio sino porque la espera aburría y, mientras tanto, quería conocer otras sensaciones. Y en la espera me fui enamorando, de sus ojos que recorrían muchas gamas de azules hasta conformar algo así como una galaxia,llena de puntitos y pixeles, de su cuerpo grande que cuando me abrazaba me protegía de todo lo que me hacía mal, de las risas que escuchaba de mi boca y que sabía que él era el que las ocasionaba.
Contaba las horas para verlo en tiempos en que todo parecía ir lento. Necesariamente lento. Sabía que lo que tardaba en llegar valía más la pena pero en realidad eso no me importaba. De Ro aprendí una cosa: las reglas las iba a poner yo. Y fui quién las dictó cuando le negué un beso cuando me lo pidió. O al menos eso creía.
De los minutos de espera no me asustaba ni el tic ni en tac, era más bien ese momento en que la aguja no se mueve y está en silencio. El medio entre tic y tac. Y entre tac el siguiente tic. Ese momento en que sabía qué venía y, sin embargo, me daba vértigo. Como esa noche en que decidí darle finalmente un beso. Ser yo la que se acerca y, aunque sabía que él lo quería, igual tener ese miedo tonto de ser rechazada.
Fue sin palabras. En mi cabeza sonaba un tema de Depeche a modo de consejo. All I ever wanted, all I ever needed is here in my arms, words are very unnecessary they can only do harm. En realidad no era ni lo que siempre quise ni lo que siempre necesité. Era lo que quería y necesitaba en ese momento: sentirme contenida, tener una proyección, querer a alguien. Y en vez de buscarlo en mí misma, lo encontré en él. Y creí que las palabras eran innecesarias aunque una partecita mia me decía que estaba equivocada.
No creo que la gente bese bien o mal, simplemente algunos saben adaptarse a como besa el otro y algunos no. O no les interesa. En ese momento no sabía todo eso y simplemente pensé que besaba bien. Y que era la mezcla justa de guerra y juego. Que nuestros labios se amoldaban a la perfección.
Cuando terminó el beso, nos quedamos mirando a una distancia que nunca había mirado. De cerca parecía más lindo, porque parecía conocerlo más. Entender mejor sus facciones. Adaptar mi mano a las caricias que él quería recibir. Sus ojos tan celestes y los míos tan marrones, como si el fuese el soñador que vuela y yo la que tiene los pies sobre la tierra. O quizás yo buscaba poner los pies sobre la tierra y eran mis ojos los que me lo decían (o se lo decían a los demás). Y quizás él necesitaba a alguien que le enseñe a volar. Ambos ojos bajo un mismo brillo, el brillo de la ilusión de sentirse enamorado, como es el brillo del sol a la tierra y el cielo. Y mientras los ojos se exploraban, me dijo:
-Diecisiete días
-¿Diecisiete días?
-Me hiciste esperar para darte un beso.
-Ahhh, ¿y valió la pena?
-Si.