No creo que mi experiencia en forjar la personalidad sea única. Muy por el contrario, creo que es demasiado común: ser pasivo, ser bueno, aceptar todo como dice mamá. Querer encajar, sufrir, odiarse a uno mismo. Replantearse las cosas. Ahí se abre dos caminos: uno empieza a conocerse y definirse y se banca que le digan que es raro, inadaptado, quejoso o trata de adaptarse un poquito aunque siempre va a sentir una parte suya que no encaja.
Las mujeres tenemos tendencia a ser caóticas. Si elegimos la primera opción, vamos a exagerar lo bien que estamos con nosotras mismas. Y eso puede ser criticar todo lo que no somos: esas barbies de la tele que se pelean por el futbolista con sueldo millonario de turno. O llenarse de tatuajes. O leer libros que no sean de autoayuda y empezar un curso de arte.
A las que se quedan en la segunda opción, el mundo se les viene abajo demasiado seguido. Cuando cortan con el novio y comen chocolates en cantidades industriales. Cuando un jefe les grita. Cuando les viene. Cualquier opción es buena para desbordarse y quedarse mirando a Bridget Jones.
Hay un pequeño grupo del medio que se resiste a las clasificaciones binarias. Ése es el grupo que me gusta. Ése que me dice que no, que puedo ver eso y reírme, o tomarlo como un juego, pero nada más. Que el mundo y las personas son mucho más complejos. De todos modos, si tengo sólo estas dos opciones, me ubicaría en la primera.
Después de Pablo, pude entender que por muy mala que me creyera, era bastante inocente. Repudiaba a las mayorías por masificarse y volverse estúpidas, me oponía a un estilo de vida simplista y cómodo, pero sobretodo, no creía en la gente. Entendía que todos estaban en la vereda de enfrente, en los caóticos que intentan las cosas a medias y se desbordan todos los meses. Caóticos egoístas que como no se querían ni conocían lo suficiente, usaban a los otros para compensar. Pero más allá de pensar que la mayoía de la gente era así, me ilusionaba bastante fácil cuando conocía a alguien, no pensando en un futuro juntos con perro incluido, sino pensando que quizás no fueran tan malos. Y a veces no eran tan malos, pero otras veces si lo eran. Por eso pensé que era seguro encontrarme con Pablo, porque teníamos amigos en común o porque se mostraba copado en mis historiales de conversación.
A Pablo lo conocí a los diecisiete años, edad en que uno suele creer que ya conoce el mundo entero y su personalidad está hecha. Mentira, uno nunca está hecho y mucho menos sabe todo acerca del mundo. Pero eso lo sé ahora que voy contra las opciones binarias. Y dentro de los grupos de personas, a Pablo lo puse en el primero, porque era distinto a los demás. Sí, era distinto, pero sólo por fuera. Encajaba sólo en parte en mi separación de personas. Porque iba en contra de una estética establecida y del trabajo de oficina, pero también era un egoísta que lastimaba gente. Como me lastimó a mi.
Aunque no había caído en las ilusiones de MSN, aunque no creía mucho en la gente, aunque no esperaba nada que me encandile con su magia, nunca pensé que una persona me iba a obligar a hacer algo que no quería. Muchísimo menos creía que alguien podría impunemente criticar muchas cosas por ser malas pero hacer una que era peor que todas esas juntas.
Cuando lo supe, entendí la estupidez de dividir a la gente en “en el mundo hay dos tipos de personas:”. Ví mujeres superadas que a pesar de sus tatuajes, también se desbordaban fácilmente. Y vi otras que parecían jugar el rol de la que encaja pero secretamente tenían otra estrategia: la de ser lo que querían ser cuidando que sólo los que querían se enteren, para que el mundo no les rompa las pelotas. Acá iría una frase que cierre la entrada, que diga entonces entendí que, a modo de moraleja. No puedo sacar una sola moraleja de esa situación. Porque saqué demasiadas. Porque las sigo sacando, aunque no las sepa expresar. Y no las sé expresar, porque siempre las palabras me parecieron algo hermoso. Y no puedo hacerlas encajar en algo tan horrible.