Me hacen feliz

miércoles, 13 de enero de 2010

El mundo se divide en:


No creo que mi experiencia en forjar la personalidad sea única. Muy por el contrario, creo que es demasiado común: ser pasivo, ser bueno, aceptar todo como dice mamá. Querer encajar, sufrir, odiarse a uno mismo. Replantearse las cosas. Ahí se abre dos caminos: uno empieza a conocerse y definirse y se banca que le digan que es raro, inadaptado, quejoso o trata de adaptarse un poquito aunque siempre va a sentir una parte suya que no encaja.


Las mujeres tenemos tendencia a ser caóticas. Si elegimos la primera opción, vamos a exagerar lo bien que estamos con nosotras mismas. Y eso puede ser criticar todo lo que no somos: esas barbies de la tele que se pelean por el futbolista con sueldo millonario de turno. O llenarse de tatuajes. O leer libros que no sean de autoayuda y empezar un curso de arte.


A las que se quedan en la segunda opción, el mundo se les viene abajo demasiado seguido. Cuando cortan con el novio y comen chocolates en cantidades industriales. Cuando un jefe les grita. Cuando les viene. Cualquier opción es buena para desbordarse y quedarse mirando a Bridget Jones.


Hay un pequeño grupo del medio que se resiste a las clasificaciones binarias. Ése es el grupo que me gusta. Ése que me dice que no, que puedo ver eso y reírme, o tomarlo como un juego, pero nada más. Que el mundo y las personas son mucho más complejos. De todos modos, si tengo sólo estas dos opciones, me ubicaría en la primera.


Después de Pablo, pude entender que por muy mala que me creyera, era bastante inocente. Repudiaba a las mayorías por masificarse y volverse estúpidas, me oponía a un estilo de vida simplista y cómodo, pero sobretodo, no creía en la gente. Entendía que todos estaban en la vereda de enfrente, en los caóticos que intentan las cosas a medias y se desbordan todos los meses. Caóticos egoístas que como no se querían ni conocían lo suficiente, usaban a los otros para compensar. Pero más allá de pensar que la mayoía de la gente era así, me ilusionaba bastante fácil cuando conocía a alguien, no pensando en un futuro juntos con perro incluido, sino pensando que quizás no fueran tan malos. Y a veces no eran tan malos, pero otras veces si lo eran. Por eso pensé que era seguro encontrarme con Pablo, porque teníamos amigos en común o porque se mostraba copado en mis historiales de conversación.


A Pablo lo conocí a los diecisiete años, edad en que uno suele creer que ya conoce el mundo entero y su personalidad está hecha. Mentira, uno nunca está hecho y mucho menos sabe todo acerca del mundo. Pero eso lo sé ahora que voy contra las opciones binarias. Y dentro de los grupos de personas, a Pablo lo puse en el primero, porque era distinto a los demás. Sí, era distinto, pero sólo por fuera. Encajaba sólo en parte en mi separación de personas. Porque iba en contra de una estética establecida y del trabajo de oficina, pero también era un egoísta que lastimaba gente. Como me lastimó a mi.


Aunque no había caído en las ilusiones de MSN, aunque no creía mucho en la gente, aunque no esperaba nada que me encandile con su magia, nunca pensé que una persona me iba a obligar a hacer algo que no quería. Muchísimo menos creía que alguien podría impunemente criticar muchas cosas por ser malas pero hacer una que era peor que todas esas juntas.


Cuando lo supe, entendí la estupidez de dividir a la gente en “en el mundo hay dos tipos de personas:”. Ví mujeres superadas que a pesar de sus tatuajes, también se desbordaban fácilmente. Y vi otras que parecían jugar el rol de la que encaja pero secretamente tenían otra estrategia: la de ser lo que querían ser cuidando que sólo los que querían se enteren, para que el mundo no les rompa las pelotas. Acá iría una frase que cierre la entrada, que diga entonces entendí que, a modo de moraleja. No puedo sacar una sola moraleja de esa situación. Porque saqué demasiadas. Porque las sigo sacando, aunque no las sepa expresar. Y no las sé expresar, porque siempre las palabras me parecieron algo hermoso. Y no puedo hacerlas encajar en algo tan horrible.

viernes, 8 de enero de 2010

Más vale malo conocido...


A Pablo lo conocí en una feria de ropa, era uno de los diseñadores. Mientras corría las perchas de su ropa y se chocaban en su ruido metálico, pensaba esas cosas que no sirven de nada, que me gustaban sus diseños, que tenían géneros lindos al tacto, pero eran cosas que podían usarse y combinarse. El no me conoció a mí hasta un año después en una fiesta electrónica en que cambiamos mails, no sé qué habrá pensado. Yo no era yo, sólo le estaba mostrando lo que quería ser y el…el hacía mucho que no sabía quién era. Pero nos caímos bien sin ser nosotros mismos, así que lo agregué.


Es demasiado, demasiado fácil caer en las ilusiones del MSN. Todos podemos ser geniales. Todos podemos mostrar sólo una parte, tener cariño por alguien sólo por sus palabras y creer que las letras de las canciones de amor fueron escritas para ser oídas después del primer beso y sentir esa sensación que algunos llaman mariposas en la panza.


Después de chatear una semana, nos encontramos en el centro. En ese momento no tenía muchas ilusiones con las personas. Me caía bien, era el tipo de persona por las que me estaba interesando y quedamos en ir por ahí. Me pasó a buscar en su kangoo amarilla. Dimos unas vueltas por nuestra pequeña ciudad, esa que tiene las veredas y árboles y lugares que conozco de memoria. Prendió un porro. Hacía como un año que no me encontraba en una situación así. Pero no me importó, me sentía bien sin mucho y simplemente acepté. Fumé y me rei.


Empecé a sonreír más, a entrecerrar los ojos, a dejarme ir por la abertura del vidrio. Volaba. Lejos. Y la kangoo también se estaba yendo lejos. Cuando volví de mi viaje por la ventanilla, estábamos en un lugar cercano a la ruta, fuera de la ciudad. En un lugar que no conocía y que tampoco sabía si quería conocerlo.


Hablamos de alguna cosa superflua, música, supongo. Pero esas charlas para rellenar el silencio, small talk que le llaman. Y el viaje seguía, dentro de la kangoo. Cuando salían sus palabras de su boca se hacían de colores. Y se combinaban los colores y lo pintaban a él. Después se desmoronaban. Y resurgían. También salían letras. De repente muchas A, y después se reacomodaban para formar palabras.


En el viaje segui y el siguió en el suyo. Cuando volví del mío, estábamos teniendo sexo.


-¿Qué estás haciendo?


-Shh.


-Hey, pará. No quiero.


-No pregunté. Callate.- La segunda advertencia de silencio fue seguida de un golpe.


-Pero…


-Callate!- Me golpeó en la cara, muy fuerte. Al lado de ese, el anterior no era un golpe, ni siquiera una caricia, era un roce de su puño. Nunca me dieron un golpe tan fuerte. Con tanto odio. ¿A quien odiaba? ¿A mi? ¿Qué le hice?


Me dio tanto miedo que después de seguir diciéndole que no quería y querer soltarme y ver que su única respuesta era más violencia, me quedé callada. Nunca me había golpeado un hombre. Nunca había sentido tanta humillación, pudor y bronca. Impotencia, del lat. impotentĭa: f. Falta de poder para hacer algo.


El no me escuchaba y no había gente cerca para que me escuche tampoco. No sabia que otra cosa hacer además de callarme. Nunca estuve en esa situación, en la más cercana terminé marcada en las muñecas. De repente los colores y las letras dejaban de estar ahí. Era consciente de la realidad. Y era consciente de mis lágrimas en mi mejilla, de mis ruegos para que pare. Era consciente de que él por fin se estaba mostrando como era y yo, frágil, llorando y encerrándome para bloquear ese recuerdo, me alejaba cada vez más de lo que quería ser. Y mostraba lo que era.


El lo sabía, yo se lo había dicho: no solía fumar, entonces cuando fumaba me pegaba muchísimo. Y sin embargo, se trajo un nevado. Cuando volvi, la ciudad ya no era lo que veía antes y yo no era lo que vi la última vez en el espejo, unas horas antes cuando me miré ese día mientras deslizaba el delineador en mi ojo.


lunes, 4 de enero de 2010

Tiempos verbales.

Cuando perdi mi virginidad con EL, en ese auto gris de vidrios empañados, sabía muy bien que el me había amado (pretérito pluscuamperfecto) pero ya no me amaba más (pretérito imperfecto). Ésos tiempos verbales que repetí como loro durante toda la primaria, finalmente empezaba a entenderlos. Los entendía aunque me dolían. En todo el cuerpo. En todo el alma. En el medio del cerebro.


Sin embargo, el dolor era la consciencia. Cuesta ser consciente, es mucho más fácil creer en un mundo rosa. Pero cuando se ve que en realidad el mundo es gris, ahí se ve el lado difícil de la cosa. Yo sabía que no me amaba, que no iba a dejar a su novia para estar conmigo, que la fascinación que una vez tuvo por mi, ahora la tenía por otra persona.


Los tiempos verbales hicieron que yo ceda ante el deseo, ante lo que yo creía que era amor pero que no me engañe. En mi colegio lleno de mujeres escuché miles de veces el discurso de “quiero que mi primera vez sea cuando tenga novio, que me ame y me cuide y respete mis tiempos”. Yo lo tuve a ÉL cuando me respetaba los tiempos y amaba y cuidaba pero en ese momento no necesitaba sexo. En cambio en ese momento, no me importó que me cuide o me ame o me respete los tiempos sino ser consciente: de que él no me amaba, de que estaba haciendo las cosas mal por eso no iban a durar, de que el amor en el sexo puede ser importante pero no es una cualidad inherente.


En mi lista de prioridades, no estaba la comodidad. No estaban los discursos ni las escenas de los libros de Corín Tellado. Yo en ese momento quería dejar de sentirme tan muerta por dentro. Y la forma de lograrlo fue estando con el, sintiendo el gusto de las cosas mal que había perdido ahora que mis sábados se reducían a leer un libro en casa para que no me ofrezcan un tiro de merca en un baldío oscuro.


Sin embargo, con EL pude ser consciente porque lo conocía, sabía como era y fue todo y había tenido tiempo para pensar los por qués de nuestro acercamiento repentino. Cuando conocí a Pablo, no sabía quién era ni qué quería de su vida, entonces no pude ser consciente hasta después de los hechos. Pero además, apenas me estaba conociendo a mi misma, o a mi misma sin que EL esté incorporado como un apéndice o un tumor maligno.