Hoy, antes de empezar a tipear en la compu, sabía que necesitaba una música tranquila. Por mi mente pasaron varias posibilidades: Portishead, Sigur Ros, Bjork, Radiohead, Joanna Newsom. Me terminé decidiendo por Daniel Johnston. Y aunque la música esté fuerte, siempre voy a escuchar el ruido apurado de las teclas. Y aunque grite o me griten, siempre va a estar el sonido de lo que me pasa adentro.
Hoy, ayer, mañana; a veces los tiempos son todo lo mismo, a veces el presente parece una masa amorfa nutrida de pasado y futuro hasta lograr un conjunto donde no puede disociarse nada. Presente continuo. Continúo en el presente.
A la mina de los tatuajes le dije, finalmente, mi historia con Pablo. Se lo dije sintiéndome culpable, mordiéndome el labio, temblando la voz, teniendo miedo. No sabía los por qués y tampoco sabía si quería saber. El tiempo anterior había puesto mute, no había puesto pausa a lo que me pasaba, sólo había callado. Y la película seguía corriendo, sonora o insonora.
Mi nona es hija de italianos y siempre habló cocoliche. Yo conocí tantos tanos que hablaban cocoliche como cocoliches mismos. Para formar su identidad, mi nona se inventó un idioma. Nunca le dije que sé que las palabras que dice no son realmente en italiano. Nunca quise sacarle esa ilusión. Me resulta simpático, me causa cierta ternura. La historia que cada uno cuenta de su vida es un poco como un dialecto propio inventado: el idioma es el de todos, pero la forma de usarlo es propio. Más o menos todos vivimos las mismas cosas, pero no las contamos del mismo modo, porque no las vivimos del mismo modo. La mina de los tatuajes tenía una historia similar, pero ella la vivía diferente porque la contaba diferente. Ella no se ponía en el lugar de victimaria. Se reía. Me mostraba un tatuaje en relación a esa vivencia y yo le preguntaba por qué se tatuaría algo que le trajese un recuerdo feo y ella me decía que ella también era lo que era por los recuerdos feos. Y me contaba de sus mecanismos para superar la situación, me decía cosas que yo misma pensaba (que el mayor error de inocencia no justificaba un abuso, que no tenía que hacerme cargo, que tenía que usarlo para mi futuro, que no necesariamente mis siguientes relaciones serían similares), pero sobretodo estaba ahí. Estar parece un verbo tan simple y a veces se vuelve taaaan complejo…
Y yo me callaba, como nunca lo hacía. Callaba cayendo, me acuerdo que pensaba, como única cosa que podía pensar. Sabía que no caía, pero me gustaba la sonoridad de las dos palabras juntas. Quitaba el sentido y me quedaba con el sonido, porque si sentía todo me desbordaba. Me gustaba el sonido del roce de su jean, cuando pasaba las manos por los muslos porque le traspiraban. Y yo sabía que eso quería decir que aunque no quisiera demostrarlo, estaba nerviosa. Y yo lloraba y escondía las lágrimas y ella lo respetaba y yo lo sabía. Y pensaba que cuánto tenía que confiar en ella para dejarla que me vea llorar. Y todo hacía que tomemos conciencia de cómo nuestra relación se iba enriqueciendo y cómo el silencio se iba rompiendo gradualmente. Y cuando lo hacía, aunque lo que le contaba asemejaba más guitarras distorcionadas de adolescente que empieza a tocar punk, para nosotras nuestras voces, nuestras experiencias se juntaban formando una melodía armoniosa.